El 2024 nos dejó más preguntas que certezas. El 2025 nos exige lucidez, valentía y nuevas herramientas para afrontar una época de inestabilidad permanente.
De Glauco Pigoli
Una nueva fase de inestabilidad
La primera mitad de 2025 ha confirmado lo que 2024 ya había dejado claro: vivimos en una condición de inestabilidad permanente. Los acontecimientos de los últimos meses —desde la reanudación del conflicto en Oriente Medio hasta la implicación directa de Estados Unidos— han intensificado la transición hacia un orden global más turbulento, menos gobernable y más difícil de interpretar. Las rutas energéticas se han vuelto de nuevo frágiles, los mercados logísticos y financieros oscilan, las prioridades geopolíticas se reconfiguran. Europa tiene dificultades para expresar una voz unitaria: defensa, energía, industria y política exterior siguen siendo ámbitos de divergencia nacional más que de cooperación estratégica. El sentido de Europa sigue siendo más declarado que practicado, y su capacidad para influir en los equilibrios internacionales sigue siendo insuficiente.
En Italia, el debate público muestra una desconexión preocupante respecto a la realidad productiva. El reciente referéndum sobre el trabajo ha devuelto al centro del debate el tema de las protecciones contractuales, pero con tonos a menudo ideológicos y poco coherentes con la complejidad del sistema. Ni las fuerzas de gobierno ni las de oposición parecen haber comprendido realmente las dificultades estructurales de las empresas, continuamente amenazadas por una combinación de inestabilidad externa y rigidez interna. La condición contractual de las relaciones laborales no puede tratarse como una carga unilateral ni como un campo de batalla ideológico. Se necesita un pacto nuevo, pragmático, que sitúe en el centro la sostenibilidad económica y la continuidad operativa, además de una estrategia industrial clara y a largo plazo, compartida entre las principales fuerzas políticas.
Una estrategia industrial a largo plazo no puede prescindir de una inversión sistémica en competencias, pero hoy este supuesto choca con distorsiones estructurales evidentes. Existe una desconexión completa entre las administraciones locales y el tejido productivo: muchas realidades industriales operan sin ningún diálogo con las autoridades territoriales. Falta una confrontación auténtica, una visión compartida, una voluntad de construir juntos trayectorias de desarrollo que valoricen el compromiso glocal de las empresas.
El sistema formativo está desalineado con respecto a las necesidades reales de las empresas, con trayectorias escolares y universitarias que tienen dificultades para generar empleabilidad cualificada. Las competencias más elevadas se emplean a menudo en trabajos de bajo valor añadido y con salarios no acordes. Esto genera desilusión, pérdida de motivación y dificultad para construir un proyecto profesional sólido. Muchos jóvenes que abandonaron pronto la escolarización no comprenden un punto clave: la simple presencia en el lugar de trabajo ya no es suficiente. Se necesita implicación, responsabilidad, hambre de aprender y voluntad de construir relaciones, porque la contribución individual también se mide en la capacidad de generar valor colectivo.
A este escenario se añade una variable ya estructural: el descenso demográfico. Italia, como muchos países europeos, está envejeciendo rápidamente. Sin relevo generacional, la estabilidad del sistema productivo está en riesgo.
La gestión inteligente de los flujos migratorios se convierte en una palanca crucial, pero solo si va acompañada de estrategias reales de inclusión y formación.
España ha mostrado el camino: un modelo de integración activa que contribuyó a un crecimiento del PIB del 3,2 % en 2024, a contracorriente de la media europea.
Italia también debe reconocer que incluir significa invertir: herramientas, derechos, deberes. Incluir, no solo acoger. Es miope rechazar sin considerar el potencial humano y económico que estas personas representan.
La inclusión formativa y profesional de los nuevos ciudadanos debe convertirse en parte integral de una visión industrial a largo plazo.
El desarrollo de competencias puede estar respaldado por las empresas, pero sigue siendo necesario un compromiso personal. El apoyo de la empresa a la formación adquiere valor cuando encuentra a un trabajador consciente, capaz de transformar el aprendizaje en competencia concreta.
Solo así la formación se convierte en una palanca de calidad, responsabilidad y crecimiento compartido. Hoy, es precisamente en el crecimiento compartido —entre personas y organizaciones— donde se juega la resiliencia y la capacidad de transformación de las empresas.
Se necesita un ecosistema real de diálogo estratégico y constante entre formación, orientación, empresa e instituciones locales.
Se necesita co-diseño, un pacto educativo-industrial territorial, nuevos modelos formativos, lenguajes comunes entre escuela y empresa, y políticas laborales alineadas con los desafíos actuales.
También se necesita un renovado sentido de patria —y de pertenencia a la patria europea—, que impulse a proteger el bienestar de los territorios y renunciar a falsas ventajas a corto plazo.
La deslocalización y la compra de suministros sin normas sociales, laborales o ambientales ya no pueden ser atajos aceptables.
Redescubrir el valor de hacer trabajar a las empresas europeas, crear redes, proteger el know-how industrial común es hoy una elección estratégica de resiliencia, sostenibilidad y autonomía económica.
El 2024 ya nos ha mostrado lo que sucede cuando las empresas se enfrentan solas al cambio. Ahora, a mitad de 2025, la urgencia es aún más clara: actuar dentro de la inestabilidad, con lucidez, visión y responsabilidad compartida.
2024: entre incertidumbre geopolítica y fragilidad industrial
El 2024 comenzó con tensiones ya conocidas pero aún no resueltas: la guerra en Ucrania, la crisis en Oriente Medio, la inflación residual, la debilidad industrial europea, la crisis energética, y la incertidumbre normativa vinculada a la transición ecológica. A todo esto se sumó la expectativa por dos acontecimientos geopolíticos cruciales: las elecciones presidenciales en Estados Unidos y las elecciones federales en Alemania.
Las empresas globales reaccionaron con cautela: inversiones congeladas, planes estratégicos suspendidos, proyectos industriales aplazados. Esta “estrategia de espera” tuvo un coste tangible, especialmente para países fuertemente interconectados como Italia.
El PIB italiano cerró el año con un crecimiento del 0,7%, en línea con la eurozona, pero muy por debajo de lo necesario para sostener el empleo, la inversión y la cohesión social. La desaceleración alemana (-0,2%) afectó especialmente al sector metalmecánico, que sufrió una caída de pedidos y una contracción en los volúmenes de producción.
La paradoja estadística del trabajo: más empleo, menos valor
A primera vista, el mercado laboral italiano ha dado señales alentadoras: más de 450.000 nuevos empleados en 2024. Pero el dato solo refleja la superficie. El crecimiento se ha concentrado en contratos de baja estabilidad: trabajos a tiempo parcial involuntarios, estacionales, temporales o mediante agencias.
Mientras tanto, las empresas tienen dificultades para encontrar competencias cualificadas, mientras que muchos trabajadores están infrautilizados o desmotivados. El desajuste —técnico, territorial, generacional— entre la oferta y la demanda se ha vuelto estructural.
A todo esto se suma un fenómeno más silencioso pero creciente: el burnout emocional y motivacional. Una forma de desconexión latente que afecta sobre todo a los más jóvenes, especialmente en los sectores con alta intensidad relacional. Las empresas lo perciben de manera concreta: caída en la iniciativa, menor participación, pérdida de sentido.
La cuestión salarial y el peso de la cuña fiscal
La inflación acumulada en el bienio anterior ha reducido significativamente el poder adquisitivo, generando presiones salariales transversales. Pero el verdadero problema sigue siendo la cuña fiscal: en Italia, el coste del trabajo para la empresa es de los más altos de Europa, mientras que el salario neto percibido por el trabajador es de los más bajos.
Esta desproporción ha alimentado la desconfianza, el sentimiento de injusticia y una creciente demanda de reforma. Sin embargo, 2024 se cerró sin intervenciones estructurales: solo prórrogas temporales y medidas parciales.
Durante la primera mitad de 2025, la cuestión volvió al centro de la atención con el referéndum sobre el trabajo. Las preguntas referendarias, en lugar de aportar soluciones, radicalizaron el debate. Cada fuerza política —ya sea de la mayoría o de la oposición— trató el trabajo como un terreno ideológico, ignorando las condiciones reales de las empresas y la complejidad de la sostenibilidad contractual en una economía expuesta a constantes choques externos.
En un contexto así, sin una reducción de la carga fiscal sobre los salarios, la competitividad y la cohesión social están destinadas a deteriorarse.
Fragmentación global y nuevas geografías industriales
El 2024 marcó la entrada en la fase madura de la “desglobalización suave”. Las empresas comenzaron a reorientar sus cadenas de suministro según lógicas de proximidad (nearshoring) y seguridad geopolítica (friend-shoring).
Sectores estratégicos —inteligencia artificial, microelectrónica, biofarmacéutica, defensa— se han convertido en el centro de nuevas competencias industriales y diplomáticas. La innovación ya no es solo una ventaja competitiva, sino una palanca de influencia geopolítica.
Europa ha intentado responder con estrategias industriales más cohesionadas, pero sin una verdadera capacidad de acción común. Los Estados miembros siguen actuando de forma dispersa, y las empresas europeas se ven obligadas a operar en un contexto que carece de una visión industrial compartida.
La primera mitad de 2025: nuevas tensiones, viejas rigideces
Desde los primeros meses del año, han reaparecido las crisis internacionales. El conflicto entre Israel e Irán, con la implicación directa de Estados Unidos, ha reabierto vulnerabilidades a escala global: aumentos en los precios de la energía, tensiones logísticas, inestabilidad en los mercados financieros.
Mientras tanto, Europa ha demostrado una vez más su dificultad para reaccionar como un actor unificado. Las divergencias internas impiden respuestas rápidas y coordinadas. La necesidad de construir una política industrial y una defensa comunes es evidente, pero la voluntad política no parece estar a la altura del desafío.
Para las empresas italianas, esto se traduce en una carga adicional: incertidumbre normativa, presiones sobre los costes, dificultades de planificación. En muchos sectores, el “efecto espera” corre el riesgo de convertirse en parálisis. Y la ausencia de herramientas compartidas para afrontar las crisis sigue aislando a quienes querrían invertir, innovar y crecer.
Conclusión: elegir, no perseguir
El 2025 nos sitúa ante una encrucijada cada vez más clara.
La complejidad ya no es una fase transitoria, sino un elemento permanente del contexto. Europa ya no puede permitirse ser solo un mercado: debe convertirse en un actor político e industrial capaz de decidir, reaccionar y coordinar.
Del mismo modo, las empresas italianas no pueden seguir esperando intervenciones externas que resuelvan sus problemas. Deben elegir su propia postura: activa, transformadora, consciente.
El 2024 nos dejó como legado la conciencia de que la crisis es permanente. El 2025 nos exige —desde ahora— actuar dentro de esta crisis con nuevas herramientas: colaboración real, estrategia compartida, coraje político y coherencia interna.
La dirección no se sufre. Se elige.

Glauco Pigoli
arquitecto - gestor de proyectos